viernes, 21 de octubre de 2011

ZOMBIS EN CANARIAS-Capitulo 22º


Jana levanta la vista del suelo y centra toda su atención en un helicóptero que sobrevuela el perímetro del campamento zombi. El pigmento oscuro que rodea los ojos del coronel Paulo se aumenta al observar como un zombi vestido de moja no le afecta el gas, y sin parpadear desenfunda su arma y dispara una breve ráfaga sobre la monja. Jana siente como las balas lanzadas desde el helicóptero se quedan incrustadas en su cuerpo.
Las ondas cerebrales de Jana sacuden todo su organismo como si fuera electricidad, y un torrente de adrenalina caliente inunda todo su ser. Sus ojos se vuelven de un color amarillo sol, bajo su piel, las venas se ensancha de una manera que parecen que van a estallar y, en un momento, toda  ella se encoje como si fuera un feto. Un resplandor en forma de burbuja de color blanco envuelve a Jana, desprendiendo una energía que hacía eones que en el universo no sucedía. La luz blanca cada vez se vuelve más opaca y grande, escupiendo lenguas de tornados hechas de energía. El cielo se vuelve oscuro, la tierra que se encuentra cerca del acontecimiento es arrancada y atraída hacia Jana, los edificios cercanos se derrumban, provocando una sorprendente polvareda. Algunos tomahawk intentan huir de aquella debacle, uno de ellos solo consigue estrellarse contra una edificación que se le viene encima. El coronel Paulo observa como su piloto, desesperado, pretende escapar lo más lejos posible de aquello, pero la fuerza de atracción es cada vez más enérgica y se desploma sobre un túnel. La masa de zombis que aún sobreviven al gas letal permanecen inmóviles ante un  foco de luz que emana de su Reina. Jana nota como si un pequeño Bing-bang creciera en su interior, hasta el punto de adquirir la forma de una supernova que devora todo lo que le rodea. Súbitamente, una explosión de materia en el núcleo desprende una radiación cósmica hasta el cielo, traspasando la atmósfera, y expandiéndose hasta los confines del universo. Una enorme espiral de humo de color grisáceo surge del epicentro de la singularidad, dejando  filtrarse la luz del sol.
En cuestión de minutos nos encontramos  en el punto seguro, Ana saluda al uniformado que se aposta sobre unas vallas de madera de color anaranjado. El descapotable sigue la línea de la carretera, en dirección hacia una fila de tiendas de campaña que están montadas a lo largo de una explanada desértica. A unos treinta metros de ese lugar, un aparcamiento acordonado por cercados metálicos, deja ver un centenar de personas atrapadas en su interior, caminando de un lado para otro y otras, simplemente, echadas sobre el suelo frío. Dejamos atrás la zona incomunicada para tropezarnos de frente con una colosal tienda de Cruz Roja llena de decenas de personas. Ana nos indica que debemos bajar del coche y dirigirnos hacia la tienda, allí nos llevarán a cabo las pruebas pertinentes. Nada más descender del coche, unos soldados nos separan de Natalia, metiéndola en una fila compuesta por mujeres solamente y, a Ángel y a mí en una de hombres. Una remesa de lo que parecen operario, vestidos con monos de plástico de color verde, guantes y unas gruesas botas, van llevándonos a una tienda contigua. En ella, nos desnudan y duchan con alguna clase de gas, ya es la segunda vez en mi vida que me pasa esto y, la verdad, no es muy agradable. Tras pasar la zona de gaseado, recuperamos nuestras ropas. Ángel muestra cara de irritado, le pongo la mano sobre el hombro y le digo que cosas peores hemos pasado juntos. Según vamos caminado, pasamos a una habitación donde veo una silueta que me resulta realmente familiar, es una enfermera y, por unos segundos, me golpea el recuerdo de Marian. Un médico que se encuentra a su derecha, sentado sobre una silla, le indica a la enfermera que nos saque sangre, mientras él nos echa unas gotas en los ojos y nos los examina con una máquina de optometría. Cuando alcanzo a ver la cara de la enfermera, me froto los ojos con ambas manos, porque no puedo creer lo que veo, es Marian.
Me incorporo aceleradamente para fundirme en un abrazo y me paro a medio metro de distancia. Ella parece que aún no me ha reconocido, pero un segundo más tarde sus facciones pasan por un millón de estados de ánimo: miedo, incredulidad, sorpresa, alegría y llanto; así es ella. Entonces me acerco y la beso apasionadamente como nunca antes la he besado y Marian rompe a llorar. Mis ojos también se inundan de lágrimas de felicidad, después de todas las penumbras que me habían sucedido, por fin la encuentro sana y salva. El médico sorprendido me indica que ya tendremos tiempo para estar juntos y que hay que continuar con el protocolo de reconocimiento.
-Enfermera, no me haga mucho daño- le digo todavía con lágrimas resbalando por mis mejillas.
-No te preocupes, será rápido e indoloro- me dice mientras se seca con la manga de la bata, el sollozo acumulado en sus ojos.
Sin darme cuenta, en menos de un minuto Marian coloca la sangre extraída de mi brazo en una lámina, la cual va tomando varios colores según pasa el tiempo, hasta llegar al color verde. En un súbito salto de alegría, Marian grita que estoy libre de la infección.